Claves para evitar accidentes en el agua

Noticias de Ciencia/Salud: Domingo 13 de diciembre de 2009 Publicado en edición impresa
Para disfrutar sin riesgo de las piletas y los deportes acuáticos
Pediatras elaboraron un documento para prevenir el ahogamiento, que es la segunda causa de muerte en menores de 15 años
Fabiola Czubaj
LA NACION
El calor ya invita a zambullirse en la pileta o a preparar el kayak o la moto acuática para disfrutar del río o del mar. Por eso es muy oportuno tomar algunas precauciones con los chicos y los adolescentes para evitar los accidentes.
Pero ¿cuál es el mejor chaleco salvavidas? ¿Hay que usar casco para andar en moto de agua? ¿Sirve la matronatación para aprender a nadar? ¿Cuándo se considera segura una pileta? ¿Conviene zambullirse en un espejo de agua? ¿Cuándo es seguro llevar un bebe a bordo?
Las respuestas, elaboradas por un grupo de pediatras especializados en prevención de accidentes, ayudan a evitar el ahogamiento, la segunda causa de muerte en los menores de 15 años. "La «noción del peligro», que es un conjunto de percepciones y aprendizajes que resguardan la integridad física, se adquiere a alrededor de los 4 años", precisan los autores del Consenso Nacional de Prevención del Ahogamiento de la Sociedad Argentina de Pediatría (SAP).
Esa es la mejor edad para empezar con las clases de natación, que suelen ser más efectivas cuando están a cargo de un profesor y no de un familiar. El contacto previo con el agua, como ocurre con la matronatación, "sirve para que el chico tome confianza con el agua y que aprenda a disfrutar y a respetar el agua, pero no para que aprenda a nadar ni a mantenerse a flote; además, puede generar en los padres una falsa sensación de seguridad. Con la primera bocanada de agua que traga un chico, ya no puede gritar ni pedir ayuda", explicó el doctor Carlos Nasta, presidente de la Subcomisión de Prevención de Accidentes de la SAP y redactor del documento.
Junto con él, 38 pediatras revisaron todas las normas nacionales e internacionales para prevenir los factores de riesgo asociados con las actividades en el agua de chicos y de adolescentes. El trabajo reveló una gran desorganización de esas normas. "Existe una gran desinformación y una gran dispersión de la información, que también es ambigua, contradictoria o deformada. Esto es apenas un puntapié fundacional a un documento serio y ordenado."
El chaleco, incluido para los menores de 4 años, se debe comprar según el peso y no la edad de los chicos. Debe mantenerlos a flote, con la cabeza fuera del agua; tener una abertura en el frente, con tres broches de seguridad como mínimo y una correa no extensible, que una la parte delantera y trasera por la ingle con un broche.
Los expertos desaconsejan el uso de brazaletes inflables, colchonetas, cámaras de automóvil o los salvavidas anulares clásicos de las embarcaciones porque "no ofrecen ninguna garantía", ni siquiera en una pileta segura.
En los arroyos, los ríos, las lagunas o el mar, la turbidez, los pozos de agua y la contracorriente actúan como "trampas" para los chicos, ya que facilitan el desplazamiento del cuerpo al sumergirse e impiden reconocer rápidamente signos de agotamiento. Para ingresar en un espejo de aguas oscuras, recién a partir de los 8 o 10 años, un chico debe hacerlo caminado lentamente y de la mano de un adulto. La primera inmersión es conveniente hacerla con zapatillas livianas para evitar lesiones.

Edades adecuadas para navegar
El consenso recomienda no llevar a pequeños de hasta 2 años a bordo de embarcaciones de remo (kayaks, canoas, piraguas o botes), con motor fuera de borda (gomones, motos de agua o lanchas pescadoras) o con velas. A partir de los 2 años, pueden hacerlo, pero con chaleco y junto con un adulto que sepa nadar.
El uso del optimist está permitido a partir de los 8 años, con vigilancia; el kayak y la piragua, desde los 10 años con curso de entrenamiento y chaleco; las motos de agua, a partir de los 16 años, a baja velocidad y con el chaleco puesto. "El uso del casco es polémico -se lee en el documento, que se puede conseguir en la SAP-. Sus ventajas ante un vuelco en el agua son obvias. Su desventaja sería la sofocación por la correa de seguridad y el ahogamiento al llenarse de agua."
Siempre, los expertos recomiendan que el responsable de supervisar las actividades en el agua no se distraiga, tenga visión directa de los chicos y conozca las maniobras de reanimación cardiopulmonar (RCP), que evitan la muerte inminente.

CHICOS ROCIADOS CON PESTICIDAS TRABAJAN COMO BANDERAS HUMANAS.

Quien sabe que se comete un crimen y no lo denuncia es un cómplice

José Martí

El 'mosquito' es una máquina que vuela bajo y 'riega' una nube de plaguicida.

'A veces me agarra dolor de cabeza en el medio del campo. Yo siempre llevo remera con cuello alto para taparme la cara y la cabeza'.
Gentileza de Arturo Avellaneda arturavellaneda@ msn.com


LOS NIÑOS FUMIGADOS DE LA SOJA

Argentina / Norte de la provincia de Santa Fe

Diario La Capital

Las Petacas, Santa Fe, 29 septiembre 2006

El viejo territorio de La Forestal, la empresa inglesa que arrasó con el quebracho colorado, embolsó millones de libras esterlinas en ganancias, convirtió bosques en desiertos, abandonó decenas de pueblos en el agujero negro de la desocupación y gozó de la complicidad de administraciones nacionales, provinciales y regionales durante más de ochenta años.
Las Petacas se llama el exacto escenario del segundo estado argentino donde los pibes son usados como señales para fumigar.
Chicos que serán rociados con herbicidas y pesticidas mientras trabajan como postes, como banderas humanas y luego serán reemplazados por otros.
'Primero se comienza a fumigar en las esquinas, lo que se llama 'esquinero'.
Después, hay que contar 24 pasos hacia un costado desde el último lugar donde pasó el 'mosquito', desde el punto del medio de la máquina y pararse allí', dice uno de los pibes entre los catorce y dieciséis años de edad.
El 'mosquito' es una máquina que vuela bajo y 'riega' una nube de plaguicida.
Para que el conductor sepa dónde tiene que fumigar, los productores agropecuarios de la zona encontraron una solución económica: chicos de menos de 16 años, se paran con una bandera en el sitio a fumigar..
Los rocían con 'Randap' y a veces '2-4 D' (herbicidas usados sobre todo para cultivar soja). También tiran insecticidas y mata yuyos.
Tienen un olor fuertísimo.

'A veces también ayudamos a cargar el tanque. Cuando hay viento en contra nos da la nube y nos moja toda la cara', describe el niño señal, el pibe que será contaminado, el número que apenas alguien tendrá en cuenta para un módico presupuesto de inversiones en el norte santafesino.
No hay protección de ningún tipo.
Y cuando señalan el campo para que pase el mosquito cobran entre veinte y veinticinco centavos la hectárea y cincuenta centavos cuando el plaguicida se esparce desde un tractor que 'va más lerdo', dice uno de los chicos.
'Con el 'mosquito' hacen 100 o 150 hectáreas por día. Se trabaja con dos banderilleros, uno para la ida y otro para la vuelta. Trabajamos desde que sale el sol hasta la nochecita. A veces nos dan de comer ahí y otras nos traen a casa, depende del productor', agregan los entrevistados.
Uno de los chicos dice que sabe que esos líquidos le puede hacer mal: 'Que tengamos cáncer', ejemplifica. 'Hace tres o cuatro años que trabajamos en esto. En los tiempos de calor hay que aguantárselo al rayo del sol y encima el olor de ese líquido te revienta la cabeza.
A veces me agarra dolor de cabeza en el medio del campo. Yo siempre llevo remera con cuello alto para taparme la cara y la cabeza', dicen las voces de los pibes envenenados.
-Nos buscan dos productores.
Cada uno tiene su gente, pero algunos no porque usan banderillero satelital.
Hacemos un descanso al mediodía y caminamos 200 hectáreas por día.
No nos cansamos mucho porque estamos acostumbrados.
A mí me dolía la cabeza y temblaba todo. Fui al médico y me dijo que era por el trabajo que hacía, que estaba enfermo por eso', remarcan los niños.
El padre de los pibes ya no puede acompañar a sus hijos. No soporta más las hinchazones del estómago, contó. 'No tenemos otra opción. Necesitamos hacer cualquier trabajo', dice el papá cuando intenta explicar por qué sus hijos se exponen a semejante asesinato en etapas.
La Agrupación de Vecinos Autoconvocados de Las Petacas y la Fundación para la Defensa del Ambiente habían emplazado al presidente comunal Miguel Ángel Battistelli para que elabore un programa de erradicación de actividades contaminantes relacionadas con las explotaciones agropecuarias y el uso de agroquímicos.
No hubo avances.
Los pibes siguen de banderas.
Es en Las Petacas, norte profundo santafesino, donde todavía siguen vivas las garras de los continuadores de La Forestal.
Fuente: Diario La Capital, Rosario, Argentina

sábado, 3 de julio de 2010

Una niña se deja morir

LA CHICA QUE NO TOMABA LA MEDICACION CONTRA EL VIH


Una niña de 14 años, que tenía el virus del sida –trasmitido en el nacimiento–, se negaba a tomar los medicamentos: su historia permite advertir hasta dónde es importante “ser alojado en el deseo de otro” y señala la factibilidad de que, en un tratamiento en hospital, se aborden las cuestiones más íntimas y centrales de una persona.

Por Andrea Homene

Intentar practicar el psicoanálisis en el marco de la urgencia es siempre un desafío. Más aún cuando dicha urgencia está determinada por la posibilidad del deterioro físico o muerte del paciente. Si a eso le sumamos que el paciente tiene apenas 14 años, la tarea, imposible desde Freud, adquiere una dimensión vertiginosa. Sin embargo aquí estamos, trabajando con la niña E. Llegó a la consulta luego de un año de tratamiento con una colega que intentó vanamente que E. tomara los medicamentos antirretrovirales para fortalecer su sistema inmunológico jaqueado por el VIH, que contrajo por vía perinatal. Es la mayor de seis hermanos y la única infectada por el virus. Su madre nunca tomó las precauciones necesarias para reducir el riesgo de transmisión, a pesar de conocer su condición de VIH positiva. El padre, fallecido hace seis años, alcohólico y adicto, es para E. un vago recuerdo. Apenas lo evoca para decir que “él no tomó nunca la medicación y se murió”.

Cuenta que en su anterior tratamiento no tenía espacio para hablar, ya que la pregunta acerca de si había cumplido con la indicación médica la silenciaba y la referencia a la inminencia de la muerte, “consecuencia de su capricho”, no hacía más que cristalizar su férrea oposición a cualquier tratamiento. “Si no tomás los remedios te vas a morir”, “Si te querés morir para qué venís”, “Te vamos a internar en un instituto de menores; allí, cuando te cagues y mees encima, nadie te va a limpiar”, eran algunas de las intervenciones “terapéuticas” a las que E. estaba acostumbrada. Afortunadamente E. comenzó a angustiarse frente a estas intervenciones y a negarse a concurrir al centro asistencial.

Fue así como su madre acudió, en compañía de su nueva pareja, al consultorio de infectología en el hospital donde yo trabajaba. Desesperada, comentaba que no sabía qué hacer con E.: “No le encuentro la vuelta, no entiendo por qué mi hija se quiere dejar morir”. Interrogada acerca de su tratamiento, estalló en llanto y balbuceó que nunca se trató “porque si no lo hago es como que no estoy infectada”. Con su nueva pareja ya tuvo dos niños, lo que evidencia que tampoco él toma precaución alguna para evitar un contagio. Le indico que debe consultar al médico y a un psicólogo y acepto entrevistar a E.

Llega extenuada a la primera entrevista. La falta de dinero obligó a la niña a caminar bajo la lluvia 25 cuadras para llegar al hospital. Pero quiso concurrir. La escucho, a pesar de que es muy difícil dejar de mirarla, ya que su cuerpo se empeña en desmentir su edad. La malnutrición crónica estacionó su crecimiento, siendo su aspecto el de una niña de ocho o nueve años. Pero además saco cuentas, y ésa era la edad que E. tenía cuando murió su padre. Primera pregunta que me formulo: ¿cuánto de E. se fue con él?

E. se interroga acerca de la razón por la que ella se contagió y sus hermanos no y critica a su madre por la falta de cuidados. Le pregunto por sus planes, dice que quiere ser arquitecta; su abuelo le dijo que hay que estudiar mucho pero a ella le encanta estudiar. Dice que cree que tiene que hacer tratamiento para tomar las pastillas. Señalo que el tratamiento es para que pueda ser arquitecta. Sonríe y responde: “Me gustó hablar con usted. Nadie me habló así”.

A partir de ese primer encuentro se suceden las entrevistas, que invariablemente comienzan con E. apesadumbrada, temerosa, confesando que no tomó los medicamentos. Le pregunto por qué me lo dice y contesta que supone que es lo que quiero saber. Reduciendo el deseo a la demanda, supone que es “eso” lo que quiero de ella. Me encojo de hombros, se reinstala el enigma. Pretendo correr el eje de la cuestión e indagar acerca de los motivos que conducen a E. a esta especie de anorexia medicamentosa.

En sus relatos E. critica duramente a su madre, a quien le supone interés por sus dos hijos pequeños e indiferencia por los demás, ella incluida. La acusa de privarla, de no ocuparse de su comida, de castigarla con penitencias absurdas, de no amarla. E. no está tan errada: su madre confiesa que trata de ocuparse de sus hijos pero: “No logro sentir nada por ellos”. Se declara cansada e impotente. Reconoce que utiliza la negativa de E. a tomar los medicamentos como argumento para justificar todo aquello que no está dispuesta a hacer por ella: festejarle el cumpleaños, ir a verla al acto escolar, permitirle asistir a los bailes con sus compañeros, etcétera. Este engaño parece ser el cimiento sobre el que se construye la creencia de E.: los medicamentos son el instrumento para agujerear a una madre que no la aloja en su deseo. Supone que eso, que los tome, “le hace falta” a la madre. Cree, lo dice, que si muere le va a provocar dolor, que la madre la va a extrañar. Procura vanamente una sustracción al goce materno.

Parece decidida a ofrendarse sacrificialmente en el intento de ser su falta.

En procura de hacer vacilar su certeza, le señalo esta posición y desaliento su ilusión: lo que la madre no puede no tiene arreglo y su desafío es sostenerse prescindiendo de ella. Advierto que hago una fuerte apuesta a la transferencia, confiando en que ésta va a evitar el acting-out (conducta impulsiva, en la que el sujeto actúa en lugar de recordar), posible consecuencia de una intervención que devela la imposibilidad de hacerse alojar en el campo del deseo materno.

Es en este punto donde la urgencia precipita una maniobra, por cierto plagada de riesgos, que en otras circunstancias habría sido demorada o evitada. Los tiempos del cuerpo son mucho más breves y acotados que los tiempos subjetivos. Cada día que pasa, la carga viral aumenta, las defensas disminuyen, las enfermedades oportunistas aparecen –la niña padece neumonía–. Le comento que evaluamos con la pediatra la posibilidad de internarla, dado el avance de su enfermedad, y le reitero nuestra firme decisión de garantizar sus tratamientos.

Luego de esa entrevista, E. comenta que desde hace unos días está en casa de una tía, quien se había ofrecido a llevarla con ella. Describe con entusiasmo su nueva habitación, refiere como novedad: “Ahora como todos los días y empecé a tomar los medicamentos”. La pediatra me comenta que está evolucionando favorablemente.

La madre me dice que ella no quiere que yo piense que se la sacó de encima. No pienso. No juzgo. No hay manera de crear lo que no existe, no es posible inventar el deseo. Sólo intento que no impida que E. se procure otros recursos.

No hay que olvidar que E. contrajo el virus en el vientre materno, trasmisión de baja probabilidad en madres que efectúan tratamiento durante el embarazo, pero de alta probabilidad si la madre no se trata. Si esta madre rechazó la posibilidad de disminuir el riesgo de contagio a sus hijos, la libidinización de los mismos está puesta en cuestión desde el principio. El fracaso de los tratamientos anteriores se centra a mi entender en dos aspectos fundamentales: por una parte, en el hecho de no poder escuchar a E., probablemente ensordecidos por la desesperación que el paso del tiempo provoca en los casos en los que, como en éste, es la vida misma la que está en juego; y, por otra parte, en la condena a la desatención materna, como si partieran del supuesto de que, si hay un niño, hay una madre.

El psicoanálisis advierte que nada de esto se produce naturalmente, que la posibilidad de existencia de una madre deseante escapa por completo a las leyes de la biología y la genética. Sabemos que la constitución de ese espacio en el campo del deseo depende de la intervención del significante del Nombre-del-Padre en la madre. Esta madre, precariamente constituida, sólo puede hacerles lugar a sus dos hijos más pequeños, en la medida en que el padre de éstos está presente. Los cuatro restantes quedan por fuera de su deseo, lo cual es advertido por ellos, que pugnan por cambiarse el apellido adoptando el de la nueva pareja de la madre. Por otra parte, estos niños nunca fueron reconocidos por su padre biológico, a pesar de que éste estaba casado legalmente con la madre de E., cuya familia nunca lo aceptó.

Es en este contexto que E. goza más de lo que desea, se aferra a la enfermedad como último bastión en su batalla a muerte. Sostiene al padre por la vía de la identificación con el objeto perdido, reconociéndolo en sus propios actos y recordándoselo a la madre al mostrarle su deterioro y su negativa a tratarse.

Melancolizada, poco le importa vivir. Sólo a partir de la intervención de un Otro que la aloja puede, apenas, ingerir sus medicamentos, pero su modo de instalación resulta tan precario que cualquier muestra de desamor puede volver a arrojarla fuera de la escena, y dejarla una vez más al borde de un abismo del que le es muy difícil escapar.

Página 12 24 de junio de 2010

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